Aprender del pasado para construir futuro
“De vez en cuando camino al revés: es mi modo de recordar.
Si caminara sólo hacia adelante, te podría contar cómo es el olvido”. Humberto Ak’abal
Por Juan José Hurtado Paz y Paz
La mayoría de las veces se habla de “memoria histórica” únicamente en referencia a las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante la guerra interna en Guatemala por parte de las fuerzas represivas del Estado. Este enfoque ha sido promovido por la mayoría de oenegés y entidades de cooperación internacional. Y, por supuesto, es indispensable hablar de ellas, reconocer a las víctimas, honrarlas y exigir justicia como medida reparadora.
Sin embargo, la memoria no se agota en el registro del sufrimiento. Limitarla a lo doloroso es empobrecerla. La memoria histórica también debe reivindicar la justeza de las luchas sociales, la fuerza de los sueños colectivos, la esperanza que animó a quienes se levantaron contra la injusticia y la alegría de luchar por un mundo mejor. La lucha no es solo sufrimiento; también llena de alegría.
Los pueblos han sufrido mucho, eso es innegable, y las consecuencias han sido devastadoras en todos los planos de la vida: pérdidas humanas, desarraigo, desestructuración comunitaria, pobreza y marginación. Pero junto a ese sufrimiento también está la historia de organización, resistencia y lucha, así como la convicción de que había causas legítimas por las que luchar. Esa memoria de la resistencia es legítima, pero también imprescindible. De hecho, si únicamente hablamos de víctimas y dolor, corremos el riesgo de transmitir una imagen incompleta y distorsionada de nuestra historia.
Se nos educa desde una visión de la historia de los vencedores y que hegemonizan el poder, es decir, de los opresores y explotadores. Es así como nos hacen celebrar la mal llamada “independencia” cuando fue tan solo un arreglo entre élites para que todo siguiera igual. Pero no solo existe la memoria de los criollos, sus descendientes y de quienes tienen el poder. “La memoria es un campo de disputa”. Debemos recordar el pasado desde una mirada diferente. Debemos contar la historia desde una perspectiva nuestra; no la historia oficial, sino la historia de los pueblos. En nuestro caso, es la historia de una resistencia secular imbatible, que nos llena de lecciones, nos da fuerza para seguir luchando y nos llena de esperanza.
Particularmente debemos recuperar la capacidad secular de resiliencia, resistencia y lucha de los pueblos indígenas. A pesar de siglos de colonización, despojo, racismo y violencia, no solo han sobrevivido sino que son una realidad, manteniendo su cultura, con su cosmovisión, idiomas, formas de organización comunitaria y su vínculo con la tierra. Esa continuidad no ha sido un simple aguantar pasivo, sino una paciencia estratégica, una manera de resistir con dignidad, de esperar el momento propicio y de construir alternativas aún en medio de la adversidad. Allí radica una de las mayores fuentes de inspiración: en esa fuerza tejida a lo largo de generaciones, que nos muestra que es posible sostener la esperanza y continuar las luchas por justicia y vida plena.
En este punto quiero detenerme en algo que me parece especialmente problemático: la victimización. Lamentablemente, Guatemala es reconocida por el dolor o, como alguien de otro país me dijo en una ocasión refiriéndose a Guatemala como “el pueblo mártir”, sin valorar debidamente sus sueños, esperanzas y luchas. Cuando la memoria se construye solo desde la figura de la víctima pasiva, sin rescatar el protagonismo de los individuos y los pueblos, se cae en una trampa perversa. Por un lado, porque desempodera: reduce a los pueblos a objetos sufrientes, sin voluntad ni protagonismo. Por otro lado, porque se presta a la manipulación: se acude a la lástima para obtener apoyos o recursos, apelando más a la compasión que a la justicia. Esta instrumentalización del dolor perpetúa una narrativa dañina: la del “pueblo sufrido de Guatemala”. Y cuando ese es el único mensaje que transmitimos, olvidamos el correlato esperanzador: el pueblo que también supo soñar, resistir, luchar y avanzar.
Reconocer el dolor es imprescindible, pero reconocer también la dignidad de la lucha es lo que devuelve fuerza a la memoria. No se trata de negar las atrocidades; todo lo contrario, se trata de situarlas en su contexto histórico, como parte de una confrontación donde había causas legítimas y sueños de transformación y una contrainsurgencia despiadada teñida de racismo que procuró ahogarla. En ese marco, la memoria puede ser no solo denuncia, sino también inspiración.
También es justo reconocer que la lucha no ha sido en vano. Aunque los avances no han sido ni todos los necesarios y deseados, es innegable que hay pasos, pequeños, sí, pero que hay que reconocer. Y, aunque en los años recientes, sobre todo de 2017 a la fecha, hemos tenido graves retrocesos eso no niega algunos cambios. Ya no hay una confrontación armada y existen algunos espacios políticos que antes eran inexistentes. Por ejemplo, antes de los Acuerdos de Paz, los pueblos indígenas eran totalmente negados y su sabiduría completamente desvalorizada. Fue a través de la lucha que se abrió un espacio para su reconocimiento como sujetos colectivos de derechos, aunque todavía falte mucho para materializarlo. Lo mismo ocurrió con la creación de mecanismos de participación, por ejemplo, con el diseño de los Consejos de Desarrollo o la creación de espacios comunitarios y municipales abren posibilidades para que las comunidades expresarse y exigir al Estado. Son avances parciales, sí, pero expresan una semilla que antes simplemente no existía.
En el campo de la justicia también ha habido algunos logros, muy pequeños, pero impensables hace unas décadas. Los juicios por genocidio contra altos mandos militares, aunque muchos truncados y obstaculizados, marcaron un antes y un después: por primera vez un tribunal nacional reconoció que en Guatemala hubo genocidio y se cometieron crímenes de lesa humanidad. También ha habido sentencias que castigan delitos de violencia sexual durante la guerra.
Estos pocos avances no borran todo lo pendiente y, peor aún, en algunos casos se han revertido con la cooptación del mal llamado “Sistema de Justicia” por las minorías que se benefician de la corrupción y la impunidad, de quienes nos quieren volver al pasado. Pero muestran que las luchas no fueron en vano. Y, sobre todo, ofrecen a las nuevas generaciones la certeza de que la historia no es solo sufrimiento; es también resistencia, dignidad y conquistas colectivas. Lo que se hereda no debe ser únicamente el dolor, sino también la fuerza de quienes se atrevieron a soñar un país distinto.
Por todo esto, la memoria histórica no puede reducirse a un registro de sufrimiento. Es también la memoria de los sueños y la esperanza, de la resistencia y lucha para lograrlos, y de la capacidad de transformación de los pueblos. Asumirla de esta manera no solo es más justo, sino que es fundamental para construir un futuro de vida plena y digna, es decir, de buen vivir. La memoria histórica debe ser también liberadora; rescatar las luchas y sueños colectivos que permiten fortalecer identidades, contar con inspiraciones y dar continuidad a proyectos de transformación social. Un país que se mira únicamente como víctima tiende a la resignación; en cambio, un país que se reconoce como protagonista de luchas legítimas puede encontrar en su pasado muchas lecciones para hacer las cosas mejor, así como una fuente de fuerza y dignidad para seguir construyendo justicia en el presente.




