Por Jorge Fernández
En un país como Guatemala, obsesionado con la utilidad, con lo que se puede medir, monetizar y capitalizar, la literatura parece una anomalía entre todo lo “necesario”. Es la “inutilidad” de los saberes humanísticos, una disciplina que no pavimenta carreteras ni baja el precio de la canasta básica, ni detiene los desalojos a las comunidades mayas. La lógica del beneficio ha minado las bases de las instituciones y los saberes, y ha puesto de rodillas al país entero, como si las únicas deudas que importaran fueran las financieras, y no las que hemos contraído con la filosofía, el arte y la literatura que nos definen como civilización.
En Guatemala esta realidad no es una abstracción filosófica, sino un mecanismo de opresión. Un país con un 18.5% de analfabetismo y donde solo el 31% de la población estudiantil alcanza niveles básicos de comprensión lectora no es una casualidad; es una herramienta de control. Se nos dice que el conocimiento es un privilegio, cuando en realidad, la ignorancia es la condición necesaria para que seamos “autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano”, como advertía Vargas Llosa.
La imagen es clara: la no-lectura en Guatemala es una política sistemática construida, no solo es una mera consecuencia de siglos de opresión, explotación y exterminio. La falta de acceso a la cultura a través de los libros es un acto de violencia que nos despoja de las herramientas para cuestionar, para resistir y para imaginar futuros mejores u otras realidades posibles. Parafraseando al crítico literario ruso, Viktor Shklovsky: El arte y la literatura se enfrentan a la manera automática en que ordenamos la realidad. Al introducir rupturas y deformaciones, el arte provoca “extrañamiento” en el receptor, lo que permite ver objetos y relaciones desde perspectivas insólitas y nuevas, desafiando la concepción normal de las cosas.
En medio de la opresión en la que vivimos, el libro es una válvula de escape y un arma. No es una herramienta de escape de la realidad, sino un medio para entenderla y, en última instancia, transformarla. Porque la lectura nos permite entender que la barbarie, como la opresión, no solo se dirige a los cuerpos, sino también al arte y a los libros.
La censura maquillada de lucha contra el globalismo, el abandono de bibliotecas, los pocos espacios literarios que existen en el país, el embrutecimiento sistemático y el desprecio por la cultura no son actos aleatorios; son el primer paso para borrar la historia, la autonomía de pensamiento y la posibilidad de un futuro diferente. Citando a la filósofa Hannah Arendt: “Este perverso mecanismo económico ha dado vida a un monstruo, sin patria y sin piedad, que acabará negando también a las futuras generaciones toda forma de esperanza”.
Los libreros, las editoriales, los escritores y lectores que persisten en Guatemala son guardianes de una llama que se niega a extinguirse. En un país donde nos quieren ver “armados con pistolas”, la lectura es un acto de resistencia, un arma de construcción masiva.
La verdadera utilidad de la literatura no reside en el beneficio económico de vender muchos libros, de ser un autor consagrado, en los consejos casi milagrosos que la autoayuda impone como ideología, sino en su capacidad para cultivar en nosotros la dignidad y la libertad. Es la fuerza que nos enseña a valorar lo que no se puede pesar ni medir: la empatía, la fantasía, el arte y la esperanza. Es el “excedente de la vida respecto de la vida misma” que nos permite imaginar un mundo menos desigual y más humano.
Cuando el acceso a esta “inutilidad” se restringe, se nos está condenando a un infierno de los vivos donde se acepta la realidad sin cuestionarla. Pero esta denuncia también es un llamado a la acción. Debemos luchar para que la lectura no sea un privilegio, sino un derecho. Debemos apropiarnos del conocimiento, porque solo a través de él podremos dejar de ser receptores pasivos y convertirnos en los protagonistas de nuestro propio cuento, del cuento de la nación.
El libro es una herramienta para una revolución silenciosa. Es la respuesta a la pregunta que se plantea Cicerón: si saqueas el erario y despojas a tus socios, ¿estás en la abundancia o en la carencia de bienes? La literatura nos enseña que el verdadero empobrecimiento no es el económico, sino el del espíritu. Y que el único camino para salir de la opresión, de la degeneración moral y humana de nuestra sociedad es a través de un pensamiento crítico y libre, un pensamiento que, paradójicamente, solo puede cultivarse a través de lo “inútil”, porque en un mundo donde un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que la poesía y un electrodoméstico más que un cuadro, leer es un acto revolucionario.




