La ilusión de ser periodista se rompe, cuando las portadas se tiñen de rojo con la sangre de colegas silenciados. Mientras tanto, el Estado, con la elegancia de un cadáver político, ni parpadea ni gasta un centavo en indignarse.
Por Alex PV
Ser periodista en Guatemala y Latinoamérica hoy en día es una de esas profesiones que combinan vocación, necesidad… y una pizca de instinto suicida. En contextos donde la corrupción, el crimen organizado y el autoritarismo no solo existen, sino que hacen oficina en los palacios de gobierno, la prensa independiente se convierte en blanco fácil. Porque, claro, nada molesta más a los poderosos que alguien haciendo preguntas incómodas en sus espacios laborales.
En Guatemala hemos sido testigos de cómo el simple acto de informar —sobre todo desde los territorios, comunidades indígenas o entornos gubernamentales— no es solo contar historias, sino jugarle a la ruleta rusa. ¿Quién necesita enemigos si tienes un gobierno que ve el periodismo como una amenaza de Estado?
Según Reporteros Sin Fronteras (RSF), Guatemala ocupa el puesto 138 de 180 países en su Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa 2025. Esto significa que el país no mejoro su situación respecto al informe de 2024, sino se mantiene en el mismo lugar. RSF señala que en este país los periodistas que se atreven a husmear en temas “sensibles” como corrupción, narcotráfico o derechos humanos, son víctimas de campañas de desprestigio, amenazas, acoso judicial, o el combo favorito del Ministerio Público: el exilio forzado.
Casos como el de Jose Rubén Zamora, fundador de elPeriódico, encarcelado por motivos que solo un acto de fe podría considerar legales, ilustran el nivel de represión al que hemos llegado. A veces pareciera que la justicia guatemalteca lanza dados antes de acusar a alguien. Pero no nos pongamos dramáticos… aún. Si creías que Guatemala era el peor, respira: Nicaragua lidera el podio, seguido de Venezuela. Y detrás va México, el lugar más mortífero para periodistas en la región, con al menos 13 asesinatos confirmados solo entre enero y julio de 2025. ¡Un récord que ningún país debería envidiar!
En Guatemala, entre mayo de 2022 y octubre de 2023, el colectivo #NoNosCallarán registró que entre 25 y 26 periodistas se exiliaron para no terminar en prisión… o en una nota roja. Muchos de ellos vienen de medios comunitarios, digitales o independientes —esos que no tienen influencias ni escudos de poder diplomático, pero sí mucha dignidad.
Prensa Comunitaria, por ejemplo, ha visto a varios de sus colaboradores —al menos seis— forzados al exilio. ¿Su delito? Informar desde el territorio. Es decir, hacer el trabajo que el gobierno no solo no hace, sino que detesta que otros hagan.
La persecución judicial masiva, que incluyó —cómo no— al caso elPeriódico, culminó con el cierre del medio en 2023. Porque en lugar de responder a las denuncias de corrupción, es más fácil apagar al mensajero. Algunos de estos periodistas exiliados siguen trabajando desde fuera. Periodismo transnacional, le dicen… o como otros lo ven: “reportar desde el destierro”.
Y no, no somos los únicos en esta distopía tropical. En El Salvador, el presidente Nayib Bukele se pasea por las redes como influencer de TikTok mientras su gobierno acosa periodistas con vigilancia digital (¡Hola Pegasus!), leyes mordaza, y demandas que parecen sacadas de libretos de telenovela judicial.
En Honduras y Nicaragua, la situación es aún peor: represión estatal directa, cierre de medios y persecuciones sistemáticas que hacen que el periodismo local se practique con casco… y pasaporte en mano.
Según el Informe de Libertad de Prensa 2023 de IFEX-ALC, los periodistas comunitarios e indígenas tienen doble combo: represión del Estado y racismo estructural. ¡Premio doble, sin necesidad de participar! Las radios comunitarias siguen siendo tratadas como ilegales, aunque sean las únicas que informan en idiomas originarios y sobre realidades que no tienen cabida en los noticieros nacionales.
En los últimos años, docenas de periodistas han sido perseguidos, agredidos e incluso asesinados en sus comunidades. Y lo más triste (aunque ya ni sorprende): todo sucede ante los ojos de las autoridades, que, en lugar de proteger a la prensa, la persiguen con entusiasmo y presupuesto. Muchos de estos ataques provienen de autoridades municipales y departamentales que ven al periodista como una piedra en el zapato… una piedra que, si es necesario, hay que desaparecer para que no tropiecen en sus labores de corrupción.
Porque sí, ser periodista en esta región es caminar sobre un campo minado, con los sentidos alerta y el miedo constante de que informar se transforme en una bala —no metafórica, sino literal— disparada por quienes prefieren el silencio. Y peor aún: que esa bala regrese cargada con más violencia, judicial o física. En este contexto, las herramientas no son solo cámaras o grabadoras, sino también el coraje de resistir, la capacidad de tejer redes de apoyo y la convicción de narrar desde abajo, desde donde muchos no quieren mirar.
A pesar de todo, seguimos creyendo que el periodismo es y seguirá siendo, una trinchera ética, un muro en defensa de la verdad. Aunque nos quieran callar con miedo, el periodismo sobrevivirá mientras haya alguien con el valor de hablar.




