Por Juan Francisco Sandoval
El 16 de abril de 2015 marcó un antes y un después en la historia reciente de Guatemala. Como fiscal que formó parte de la investigación del caso La Línea recuerdo vívidamente el momento en que el país entero se sacudió ante la revelación de una red de corrupción aduanera que llegaba hasta las más altas esferas del poder, incluyendo al entonces presidente Otto Pérez Molina y a la vicepresidenta Roxana Baldetti. En ese instante se encendió una chispa de esperanza en miles de guatemaltecos que se unieron a las protestas reclamando justicia. Como parte activa de este proceso compartí esa sensación de que el cambio era posible, que habíamos logrado algo grande, algo que podría transformar el rumbo de nuestra nación.
Diez años después el panorama es sombrío. No solo no aprendimos la lección, sino peor aún, el sistema se reconfiguró para castigar a quienes, como yo, osamos enfrentarlo.
El retroceso institucional
La salida de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) en 2019 fue el primer golpe a la esperanza. Desde mi rol como fiscal pude observar de cerca el impacto de su retirada: la impunidad volvió a recuperar terreno rápidamente. En 2024, cuando se eligieron a nuevos magistrados para la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Apelaciones, la cooptación del sistema judicial quedó al descubierto. Diversas investigaciones documentaron las irregularidades en el proceso y los vínculos de los nuevos magistrados con actores cuestionados por corrupción o abuso de poder (Prensa Comunitaria, 2024).
La Organización de Estados Americanos (OEA) advirtió sobre el riesgo de que operadores al servicio de intereses particulares asumieran los cargos, evidenciando, aún más, la amenaza a la independencia judicial.
La justicia como instrumento de venganza
Lo más doloroso ha sido la transformación del aparato judicial en un mecanismo de represalia. Jueces, fiscales y periodistas que participaron en el caso La Línea y otros procesos clave contra la corrupción hemos sido perseguidos y muchos han tenido que abandonar el país, como mi caso. El caso de Jose Rubén Zamora, periodista crítico y fundador de elPeriódico, es un claro ejemplo de cómo la justicia se ha convertido en un arma de venganza utilizada para silenciar a quienes luchan por la verdad.
No soy el único. Se ha documentado al menos 50 operadores de justicia que, al igual que yo, se han visto obligados a exiliarse, desde 2019, ante el temor de represalias. La impunidad no solo se ha reinstalado, sino que se ha fortalecido y blindado.
Una ciudadanía consciente pero acorralada
Según una encuesta publicada por Prensa Libre en 2023, la corrupción sigue siendo una de las principales preocupaciones de los guatemaltecos, incluso por encima del desempleo y la inseguridad. Esta percepción, que fue el motor de las protestas de 2015, sigue viva en muchos, pero la capacidad de movilización se ha visto limitada por el miedo, la fragmentación social y la represión.
El gobierno actual ha anunciado más de 200 denuncias por corrupción, lo cual puede parecer un avance. Sin embargo, la verdadera prueba será si esas denuncias derivan en sanciones reales, o si como ha ocurrido tantas veces, quedarán atrapadas en un sistema judicial incapaz de actuar con independencia.
Diez años después: ¿y ahora qué?
A diez años del escándalo que sacudió al país, lo que queda no es solo frustración, sino también una dolorosa advertencia. El sistema corrupto aprendió, se adaptó, y se fortaleció. La experiencia de 2015 fue un llamado de atención, pero no una transformación estructural como muchos esperábamos.
La pregunta sigue siendo si la ciudadanía, esa misma que se movilizó y llenó la Plaza de la Constitución hace una década, podrá reorganizarse, aprender de los errores del pasado y retomar la lucha con más claridad estratégica. Si el presente nos muestra un sistema más vengativo, blindado y despiadado, el futuro dependerá de nuestra capacidad para resistir, con más inteligencia, más articulación y más constancia.
La corrupción no duerme. Nosotros tampoco deberíamos.