Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano 

Cuando Gabriel García Márquez conducía su camioneta Opel, de regreso de Acapulco, después de pasar unas vacaciones marítimas con toda la familia , fue sorprendido por ese relámpago que James Joyce llamaba “epifanías”. Vio o soñó, delante de sí, toda la novela que estaba por escribir y que se iba a llamar Cien años de soledad. Vio o soñó, no podemos saberlo, a la estirpe de los Buendía y sus nombres repetidos y, simultáneamente, inconfundibles. Vio o soñó la primera frase de la novela. Muchas veces, las obras literarias vienen a sus autores de esa forma: la primera línea ya está escrita por los dioses, por el Espíritu, por el destino, y toca solo completarla con trescientas o cuatrocientas páginas sucesivas. Cuando estacionó el automóvil, conocía su destino para los próximos meses. No podía saber que esa novela que estaba por escribir iba a ser uno de los éxitos de ventas más grandes en la historia de la literatura latinoamericana. Tampoco podía saber que estaba por dar a luz un clásico de la literatura de todos los tiempos. Y no podía predecir que, de ese texto, iba a salir una serie de televisión.  Bueno, habría sido materialmente imposible, porque en 1967 la televisión no había generado el fenómeno de la serialidad. A lo sumo, había telenovelas (dicho a despropósito, muchos escritores se ganaban la vida transformando el esquema de las grandes tragedias griegas, sus estallidos y sus reconocimientos fatales, en culebrones de centenares de episodios). Hay otra razón para que García Márquez no previera que su novela se iba a convertir en una serie. En general, los escritores no saben cuál será el destino de sus obras. Los éxitos a corto plazo pueden convertirse en olvido, a largo plazo (por ejemplo, el bestseller de nuestros abuelos, Vargas Vila). Y, al contrario, sonoros fracasos inmediatos pueden convertirse en clásicos.

Luego de bajar las maletas, Gabriel García Márquez dijo a su esposa Mercedes Barcha que, en los próximos meses, se iba a dedicar solo a la escritura de la novela. Eso significaba que tenían que arreglárselas para sobrevivir, porque no tenían ahorros, y sus únicas entradas provenían de las colaboraciones del colombiano con las revistas frívolas de México, en cuya capital habitaban. Colaboraciones rigurosamente anónimas, para no manchar la reputación. Otros tiempos, otras dignidades. De allí en adelante, mientras el escritor se dedicaba furiosamente a poner en el papel los delirios de su imaginación, hubo que apañárselas para comprar la leche de los niños y el alimento para los adultos. Un recurso fue ir empeñando muebles y electrodomésticos, menos el refrigerador, indispensable para mantener fría esa bebida esencial. En la medida que la novela avanzaba, la casa se iba vaciando. Otro recurso genial provino de los amigos, que, a turnos, invitaban a la pareja a comer o cenar. Durante esas comidas, se hablaba, naturalmente, de la misteriosa novela. Gabriel García Márquez inventaba tramas diferentes a lo que estaba escribiendo, porque, en su galería personal de supersticiones, si contaba la verdadera historia de la obra seguramente la arruinaría. No tenía dificultades para hacerlo: desde niño era tan fantasioso que, en la familia, tenía fama de mentiroso. Y, ya adulto, encantaba a la gente en las reuniones con historias inventadas allí mismo y que poseían ese tono fantástico que desarrolló a partir de “Los funerales de la Mamá Grande”. Antes, con un rigor impensable en un hombre fantasioso y dicharachero, se había impuesto el corsé de un realismo rectilíneo que produjo obras maestras como El coronel no tiene quién le escriba o el cuento La siesta del martes. Dicho sea así, al extravío: sin Mercedes Barcha no habría sido posible Cien años de soledad.  Podría escribirse una historia de la literatura con las mujeres, que, como Georgette Vallejo, fueron un pilastro de apoyo para los extraviados autores de obras clásicas. Quizá por los tantos sacrificios que la familia soportó durante la redacción de la novela, resulta gustosa la anécdota del depósito del manuscrito en la oficina de correos de Ciudad de México, ese espléndido edificio delante del Palacio de Bellas Artes. Con los últimos centavos que les quedaban, marido y mujer se presentaron a las ventanillas postales con los folios escritos a máquina. El empleado de correos les notificó el precio y se dieron cuenta de que tenían exactamente la mitad. Se resignaron y enviaron a Buenos Aires, a la editorial Sudamericana, media novela. Acudieron a los amigos para un préstamo urgente y, por la tarde, enviaron la segunda parte. Mercedes exclamó: “¡Sólo falta que sea una mala novela!”.

Todo lo anterior viene a propósito de la serie televisiva Cien años de soledad, dirigida por Rodrigo García Barcha, hijo del autor. Con acierto, el vástago ha tomado distancias de la obra del padre. Una primera diferencia la ha señalado Sergio Ramírez y se concentra en los diálogos. En efecto, mientras García Márquez los evita concienzudamente, tanto que, en la novela, apenas si asistimos a los intercambios de opiniones, mientras que, en la serie de televisión, por necesidad de representación, el escritor del guion añade numerosas conversaciones. Desde siempre, una marca de estilo de García Márquez ha sido la elusión de la teatralidad en favor de la pura narratividad. De ello deriva una segunda diferencia: la coloquialidad. En la serie, hay una deliberada voluntad de rendir homenaje a Colombia a través del acento de la costa, ostentado por José Arcadio Buendía y sucesores. En la obra literaria de García Márquez, en cambio, se evita este color local. Difícilmente encontraremos en cuentos y novelas palabras y frases que caracterizan a ese país sudamericano. No vamos a hallar el típico: “¿Le provoca?” que está por “¿Desea usted?”, por ejemplo. No recuerdo haber hallado la exclamación “¡Coño!”, aunque sí usa el también universal “¡Carajo!”. De todos modos, el lenguaje hablado de García Márquez tiende a ser sobrio y moderado, al menos en los diálogos. A propósito de lenguaje, resulta notable cómo la novela, más que una evocación visual, sea un fenómeno oral. O dicho de otro modo, es una novela de lenguaje. Un español pulido y repulido, con una precisión y, al mismo tiempo, con una capacidad de invención pocas veces vista en nuestro idioma. Las cosas que pasan, pasan en el lenguaje, y la realidad construida es una realidad lingüística. Si alguna vez ha existido el realismo mágico, ha existido en las palabras más que en los hechos. No es la desmesura de los hechos contados lo que estimula nuestra imaginación, sino la maravilla de párrafos exactos, redondos y rotundos, con la maestría que llama al aplauso cada vez que se construye una frase. Lo mismo pasa con las escenas de sexo. Gabriel García Márquez pareciera recordar una advertencia de su amigo Julio Cortázar: en la literatura latinoamericana, cada vez que se habla de sexo se arriesga la cursilería o la pornografía. Yo diría que no solo en nuestra literatura. Por tanto, el sexo solo cuando sea inevitable, y con la mayor sobriedad posible. En efecto, con gran elegancia, el autor colombiano sobrevuela sobre esas escenas y, cuando es necesario relatarlas, son un malabarismo regocijado de invención lingüística. Igual pasa con las escenas violentas, que dejan atrás el naturalismo de la crudeza, para decir lo mismo con palabras de maravilla. Todo esto para decir que la serie de televisión es otra cosa de la novela. Resulta un objeto estético en sí y debe ser apreciada lejos de la comparación. En todo caso, Rodrigo García Barcha ha hecho una costosa apuesta, de doble filo: medirse con una obra clásica de nuestra literatura y, a partir de allí, construir una obra nueva. Y, cosa no menos importante, medirse con su padre (todos lo hacemos, alguna vez en la vida) y ver cómo ha salido el envite. Podríamos decir, en espera del paso del tiempo, que su audacia ha sido premiada.

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