Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano 

El 9 de octubre de 1983, el militante comunista Carlos Quinteros fue capturado por un escuadrón de la muerte del Ejército de Guatemala. Había dicho a sus compañeros: “Si me capturan, tienen veinticuatro horas para organizarse, porque después de veinticuatro horas yo comienzo a hablar”. No fue devoto a tal promesa. Habló inmediatamente y, gracias a sus confesiones, cayeron, enseguida, tres reductos clandestinos y decenas de militantes revolucionarios. Para Elizabeth Osorio, autora del libro El Hombre Lobo. Lucha clandestina, delación y sobrevivencia (Guatemala, FyG editores, 2024), las denuncias de Quinteros significaron la muerte de su marido, la desaparición de su hermana y el duro exilio en México. La lectura de ese libro hace recordar el sombrío ambiente de terror que gobernaba el país en los años 80, bajo sucesivas dictaduras militares que acabaron, a sangre y fuego, con cualquier tipo de oposición: de aquella democrática a la revolucionaria. Años horribles, que la piadosa memoria oculta pero que emergen por la necesidad de recordar para que no se repitan. Al recordar las atrocidades cometidas por los ejércitos nacionales en varios países de América Latina, uno se pregunta: ¿cómo fue posible que, para defender los valores del Occidente, se hayan pisoteado los principios elementales de esa misma sociedad occidental? ¿Cómo la comunidad internacional cerró los ojos y permitió esa suspensión de la civilización en América Latina? ¿Por qué las sociedades democráticas viran hacia el fascismo cuando ven amenazada su opulencia y su bienestar económico?

Volvamos al libro. El lector no sabe cuál de las dos historias, entre las muchas que se cuentan allí, es más apasionante, si la del “Hombre Lobo” (significativo apodo de Quinteros) o la de la misma narradora. Ambas son ejemplares. La de Quinteros, por el descenso a las profundidades del mal. La de Osorio, por la adhesión a sus ideales, no obstante la muerte, la tortura y el exilio. La parábola del “Hombre Lobo” no es única, por desgracia, pero la nitidez de su historia traza una línea narrativa clara y transparente, como aquellas fábulas que son lección y escarmiento para muchos. De familia pobre, Quinteros estudió en el Instituto Nacional para Varones, institución pública frecuentada por las clases populares. Pronto, se distinguió como líder estudiantil y siguió el camino de muchos: entró a formar parte de la sección juvenil del Partido Comunista, el Partido Guatemalteco de los Trabajadores, clandestino desde 1954, año en que los Estados Unidos invadieron el país. Visto que era un estudiante aprovechado, ganó una beca para estudiar en la “Patricio Lumumba”, de Moscú. Al regresar, se reincorporó a las filas comunistas y continuó su lucha clandestina. Por esa época, el PGT había emprendido la lucha armada y Quinteros se distinguió por sus cualidades militares y organizativas. Algunos defectos personales (indisciplina, alcoholismo, voluntarismo) lo hicieron alejarse cada vez más de la dirigencia, aunque era admirado por coraje y solidez. A un cierto punto, aunque estaba fuera del Partido, recibió el encargo de secuestrar al director del principal diario del país. A causa de ello, el Ejército montó un operativo para recuperar al periodista amigo y, por esas medidas, Quinteros cayó en manos de los escuadrones de la muerte. El libro de Elizabeth Osorio no está escrito para contar la historia del “Hombre Lobo”, sino para tratar de responder a la pregunta: ¿por qué delató a sus compañeros, cuando había otros que soportaron tortura y muerte sin hablar? ¿Por qué tanto otros militantes siguieron su ejemplo, entre ellos la hermana de la narradora?

En el libro, hay muchas historias que, como dijo alguien, pueden sustituir, con su verdad, a toda la literatura del horror. En América Latina no hay necesidad de inventar ficciones de miedo, bastan los informes sobre violación de los derechos humanos. Y también hay historias de esperanza y fe en la gente. Asombra ver que, generación tras generación, hay personas que levantan la cabeza contra las dictaduras y resisten, con valentía y dignidad, a la opresión de los poderosos (aunque la frase anterior parezca retórica, encuentra su confirmación en algunos episodios del libro). Por ejemplo, en el enfrentamiento de dos hermanas inermes delante del jefe de los sicarios que han llegado a saquear su casa. El torvo asesino de modales suaves encara a las dos muchachas, que tiemblan de miedo y tratan de proteger a sus hijos ante el despliegue militar (los sombríos homicidas están destrozando su casa y embolsándose joyas, dinero y hasta libros). Las mira con incredulidad, y les dice que dejen de estarse metiendo en líos, que la revolución está derrotada, que su hermana colabora con el ejército, que el marido de una de ellas ha sido ejecutado. ¿Para qué tanta obstinación en esa lucha? Les pregunta y, quizá, se pregunta, ignorante de que existen los ideales. Entonces, ellas le responden: porque creemos en la revolución, creemos que puede existir un mundo mejor. No por casualidad, la narradora cita a Víctor Frankl y a los sobrevivientes del Holocausto.

Osorio no se limita a relatar historias. También trata de explicárselas. En un momento, hace recordar el conocido relato de Borges, “Tema del traidor y del héroe”. Se trata de un motivo repetido en el autor argentino y, quizá, en la historia de América Latina. A veces, un mismo individuo encarna ambos aspectos. En el Caribe español, Francis Drake era un pirata temido y detestado, un delincuente digno de la horca. En Inglaterra, un héroe nacional, al punto de ser distinguido con el título de “Sir”. Por mucho tiempo, Carlos Quinteros fue una especie de héroe revolucionario. A partir de su captura, un traidor que vendió a su gente. Osorio se pregunta si existen, en verdad, héroes y traidores, o si, entre una y otra categoría no existe una vasta gama. La división del mundo en buenos y malos, dice, responde a una lógica binaria. En la realidad, todo es más complejo y menos drástico. En el período histórico narrado por Osorio, existieron los héroes anónimos, los que eligieron morir antes que traicionar o entregarse; existieron los desaparecidos, torturados y asesinados; existieron los traidores (que es mucha palabra para designar a quien fue quebrantado por torturas físicas y psicológicas); existieron los que fueron dejados libres al azar, porque sí, por el inmenso poder de los esbirros y que sufrieron el estigma de la duda por sus propios amigos y compañeros; existieron los familiares de todas esas personas, que sufrieron la agonía de no saber nada de sus seres queridos. En lugar de traidores y héroes, una vasta humanidad que compuso la resistencia a la dictadura, a la opresión, a la injusticia.

Al final del libro, Manolo Vela relata, en contrapunto, la historia de Elizabeth Osorio, quien, de alguna manera, restituye esperanza y luminosidad a la tétrica aventura de Quinteros. En efecto, luego de huir de la casa asaltada por los sicarios y luego de comprobar que su hermana Lucrecia, después de colaborar con el ejército, ha sido desaparecida para siempre (es una historia de mujeres vilipendiadas por los asesinos), Osorio huye hacia México, como tantos otros. Para hacerlo, puesto que atravesar la frontera oficial significaría entregarse en manos de los escuadrones de la muerte, atraviesa el Río Suchiate, guiada por una baqueana, en compañía de sus hijos. Ya en ciudad de México, supera la idea recurrente del suicidio con trabajos en los mercados del lugar, y sufre la desconfianza de sus paisanos, que sospechan de ella por haber salvado la vida. Luego de un período de destierro, decide regresar a su país, en donde se incorpora, de nuevo, a los movimientos revolucionarios. Después de todo eso, desde 2007 dirige la Escuela de Medicina Tradicional y Alternativa y se dedica a los niños pobres del país. La escritura del libro no solamente es un ejercicio de memoria, sino también un intento de explicación, una explicación científica, racional, a la vasta y difundida irracionalidad que se propagó en el país durante demasiados años.

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