El 27 de junio de 1954 un golpe de Estado derrocó al gobierno democrático de Jacobo Árbenz Guzmán, quien debía entregar el mando en marzo de 1957. La operación, orquestada y dirigida por la Agencia Central de Inteligencia y el Departamento de Estado estadounidenses, puso fin al único intento, desde el gobierno, por transformar a Guatemala en un país independiente.
Por Rolando Orantes
La renuncia
“Me hice cargo de la presidencia de la república con gran fe en el régimen democrático, en la libertad, y en que es posible conquistar la independencia económica y política de Guatemala. Mi programa se orientaba a conseguir plenamente esos objetivos. Sigo creyendo que ese programa es justo. No se ha quebrantado mi fe en las libertades democráticas, en la independencia de Guatemala y en todo lo bueno que impulsa a la humanidad hacia el futuro. Algún día serán vencidas las fuerzas oscurantistas que hoy oprimen al mundo atrasado y colonial. Seguiré siendo a pesar de todo un combatiente de la libertad y del progreso de mi patria”.
Con estas palabras Jacobo Árbenz Guzmán renunció la tarde del 27 de junio de 1954, por medio de una grabación transmitida en la radio nacional. Dejaba el poder en manos de su amigo el coronel Carlos Enrique Díaz, con la esperanza de que retirándose sus enemigos se tranquilizaran y pudieran mantenerse los logros alcanzados por la revolución. Esta decisión, aparentemente ingenua, fue tomada ante la certeza de que, de permanecer en el gobierno, los Estados Unidos en el mejor de los casos iban a bloquear hasta asfixiarla, si no invadir abiertamente con sus marines a Guatemala.
“Diez años de lucha, de lágrimas, de sacrificios y de conquistas democráticas son muchos años como para contradecir a la historia. No me han acorralado los argumentos del enemigo, sino los medios materiales con que cuentan para la destrucción de Guatemala. Yo os hablé siempre de que lucharíamos costase lo que costase, pero ese costo desde luego no incluía la destrucción de nuestro país ni la entrega de nuestras riquezas al extranjero. Y eso podría ocurrir si no eliminamos el pretexto que ha enarbolado nuestro poderoso enemigo. Un gobierno distinto al mío, pero inspirado siempre en la Revolución de Octubre, es preferible a veinte años de tiranía fascista y sangrienta bajo el poder de las bandas que ha traído Castillo Armas al país”.

La invasión armada se inició el 17 de junio de 1954, cuando pequeñas patrullas armadas iniciaron tiroteos en diferentes departamentos fronterizos del oriente del país. Mediante un mensaje radial emitido desde Nicaragua, luego del himno nacional se llamó a liberar a “la patria de la vergüenza y el deshonor de estar gobernada por comunistas que renegaron de su nacionalidad para ponerse al servicio del imperialismo soviético”. Las tropas, en teoría dirigidas por el coronel exiliado en Honduras Carlos Castillo Armas, “jefe del movimiento de resistencia armada contra el comunismo”, ocuparon algunas aldeas situadas en el camino a Chiquimula y posteriormente atacaron Zacapa y Puerto Barrios, informó el diario costarricense La Nación.
En Gualán, 25 kilómetros al oeste de la frontera con Honduras, se enfrentaron el 20 de junio con treinta soldados al mando del teniente César Augusto Silva Girón, que sin recibir instrucciones ni ayuda desde Zacapa peleó durante 36 horas hasta que los rebeldes se retiraron derrotados. El 21 de junio cien liberacionistas atacaron Puerto Barrios, pero pocas horas más tarde se retiraban dejando veinte prisioneros, de los cuales once eran hondureños y uno salvadoreño, el barco en el que habían llegado, sus armas y numerosos muertos. Los había derrotado la policía de Puerto Barrios y civiles armados apresuradamente, la mayoría sindicalistas, cuenta el historiador Piero Gleijeses en La esperanza destrozada.
Pero el mismo 21 de junio el diario costarricense La Nación publicó una nota firmada por W. Chacón informando que ese día se había celebrado “una nueva reunión” entre Árbenz y oficiales militares. Estos le volvieron a plantear “la necesidad de que cese en su política de conceder mando de fuerzas a elementos civiles y que fundamentalmente aísle a los representantes de las células comunistas”.
Según el diario costarricense, “lo grave de esta situación, a juicio de los observadores, es que Árbenz enérgicamente desechó esas sugestiones de los jefes militares advirtiendo que en estos momentos de emergencia no debe hablarse de separación de fuerzas ni prescindir de la ayuda de ‘la clase trabajadora organizada’ que ha ofrecido su apoyo valioso al gobierno que se ve atacado por fuerzas del exterior”.
El 25 de junio, desde la frecuencia de la radio nacional TGW los liberacionistas transmitieron un nuevo mensaje luego de poner el himno y marchas militares, anunciando que en el décimo aniversario del derrocamiento de Jorge Ubico –en realidad era la fecha del asesinato de la maestra María Chinchilla, que aceleró la caída del dictador– bombardearían diversos objetivos militares, y que Chiquimula y Zacapa habían sido tomadas por las tropas de Castillo Armas, reportó La Nación.
A los miembros del ejército les decían que no debían sentirse avergonzados por la “rápida y decisiva victoria”, pues los liberacionistas estaban “del lado de Dios, la Patria y la Libertad”, mientras Árbenz defendía “a la canalla comunista”. Les decían también que tropas de la Guardia de Honor se habían sumado a sus fuerzas, que sabían que el ejército no era comunista y que debían ayudarlos, “pues Árbenz ordenará a los sindicatos a armarse, transformándolos en milicias populares no importándole la destrucción de Guatemala. Hoy se bombardeará objetivos en Guatemala para demostrar que estamos dispuestos a llegar a cualquier extremo para derrotar a Árbenz y devolver la libertad al pueblo. Nuestro propósito es destruir el comunismo”.
A la población le indicaban: “debéis ayudar ahora mismo; si falláis no responderemos de lo que suceda. Estamos decididos a declarar la guerra sin cuartel contra todos aquellos que estén con Árbenz, a quienes tendremos que considerar como comunistas. Debéis decidiros hoy mismo a poneros del lado de Dios para liberar a Guatemala”.
El mismo diario informó que por la noche varios aviones procedentes de Honduras y Nicaragua ametrallaron y bombardearon diversos sectores de la capital, y realizaron bombardeos de consideración contra otras importantes ciudades. Un comunicado del alto mando del ejército señalaba que en Chiquimula “el enemigo cometió otra de sus criminales hazañas al bombardear y ametrallar salvajemente a la población civil por espacio de veinte minutos y empleando cuatro aviones de guerra. Los invasores bombardearon sin piedad las casas y ametrallaron la población civil, empleando bombas incendiarias de grueso calibre. Varias casas de habitación fueron incendiadas y otras muchas destruidas”. El gobierno declaró que la población civil de Chiquimula había sido “bombardeada en forma salvaje” esa mañana con “bombas de trinitrotolueno”, y recordó que el 19 de junio a las ocho de la mañana había sido atacado con ametralladoras desde el aire el Instituto Normal de Señoritas de esa ciudad, informó La Nación.
La misma noche del 25 de junio Árbenz convocó a una reunión en el Palacio Nacional, a la que asistieron los líderes de los partidos en el gobierno y de las confederaciones, así como el jefe del Ejército Carlos Enrique Díaz. Árbenz les explicó que en Zacapa el ejército había desertado, por lo que había que armar a la población. Los partidos y los sindicatos debían reunir a sus partidarios. Díaz no se opuso, sólo pidió que se hiciera ordenadamente. Se prometieron miles de voluntarios, pero de la CGTG por ejemplo únicamente llegaron 200, explica Piero Gleijeses.
José Manuel Fortuny, quien fue el secretario general del Partido Comunista de Guatemala, posteriormente Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), desde su fundación en 1949 y hasta mayo de 1954, dijo en el libro de memorias que escribió junto a Marco Antonio Flores:
“Entonces se decidió armar al pueblo. Hubo una reunión en la que estuvo el jefe de las Fuerzas Armadas, dos o tres oficiales sin mando, entre ellos Alfonso Martínez y no recuerdo quién más. Llegaron representantes de los partidos y organizaciones de masas y les preguntamos con cuántos hombres podían contribuir al día siguiente, para distribuir las armas”.
Fortuny ya no tenía las cifras exactas, pero contó que algunos dijeron que podían aportar por ejemplo mil personas, pero llegaron cincuenta, o cinco mil, pero llegaron doscientas. “Debo aclarar, no fue porque esta gente no quisiera combatir, no. Pienso que fue tan intempestivo pedir a tantos hombres en veinticuatro horas, que no tuvieron tiempo de organizarlos o de conseguirlos”.

El médico argentino Ernesto Guevara de la Serna, entonces con 26 años recién cumplidos, escribió en su diario –publicado décadas más tarde bajo el título Otra vez. Diario del segundo viaje por Latinoamérica–:
“Hace días, aviones procedentes de Honduras cruzaron las fronteras con Guatemala y pasaron sobre la ciudad, en plena luz del día ametrallando gente y objetivos militares. Yo me inscribí en las brigadas de sanidad para colaborar en la parte médica y en brigadas juveniles que patrullan las calles de noche. El curso de los acontecimientos fue el siguiente: luego de pasar estos aviones, tropas al mando del coronel Castillo Armas, emigrado guatemalteco en Honduras, cruzaron las fronteras avanzando sobre la ciudad de Chiquimula. El gobierno guatemalteco, que ya había protestado ante Honduras, los dejó entrar sin ofrecer resistencia y presentó el caso a las Naciones Unidas”.
Guevara anotó que, aunque militarmente las tropas invasoras estaban fracasando, “los asaltantes cometieron actos de verdadera barbarie asesinando a los miembros del Sindicato de Empleados y Trabajadores de la UFCO en el cementerio, donde se les arrojaba una granada de mano en el pecho”. Y señaló: “Los invasores creían que a una voz de ellos todo el pueblo se iba a largar en su seguimiento y por ello lanzaban armas por paracaídas, pero éste se agrupó inmediatamente a las órdenes de Árbenz”. El denominado Ejército de Liberación era derrotado “en todos los frentes” y obligado a replegarse, pero “los aviones continuaban ametrallando los frentes y las ciudades, siempre provenientes de bases hondureñas y nicaragüenses. Chiquimula fue bombardeada fuertemente y sobre Guatemala cayeron bombas que hirieron a varias personas y mataron a una chiquita de 3 años”.
El futuro guerrillero se presentó a las brigadas juveniles, donde los tuvieron “varios días concentrados”. Luego lo mandaron a un puesto de salud y se ofreció “como voluntario para ir al frente”, pero no le dieron “ni cinco de bola”, lo que le generó “mucha bronca”.
La noche del domingo 27 de junio la declaración de renuncia de Jacobo Árbenz cayó como “una terrible ducha de agua fría”. Árbenz denunció a la frutera y a los Estados Unidos como causantes de los bombardeos y ametrallamientos sobre la población civil, y dijo que renunciaba “por su deseo de salvar la Revolución de Octubre e impedir que los norteamericanos llegaran a esta tierra como amos”, anotó Guevara.
Fortuny recordaba que Árbenz le dijo: “–Mirá, Manuel, yo lo que temo es que nos corten el petróleo y eso es muy simple. ¿Sabés por dónde entra el petróleo a Guatemala? –Pues yo imagino que entra por Puerto Barrios. –No. –¿Por San José? –Tampoco; entra por El Salvador, lo desembarcan en el puerto de La Unión y como los ferrocarriles de El Salvador también son parte de los de Guatemala, viene por ferrocarril para acá. De modo que si Estados Unidos cierra la llave en La Unión, aquí no llega petróleo y no hay país que nos lo venda. Venezuela no nos lo va a vender, México tampoco”, pues entonces México aún no exportaba petróleo. Sin gasolina el país se hubiera paralizado y los militares le exigirían su renuncia. En cuanto al Ejército de Liberación, que no tenía posibilidades reales de triunfar, Árbenz dijo que ese no era el problema, pero si los Estados Unidos, en vez de bloquear el petróleo optaban por una intervención directa con sus marines Guatemala no tendría la capacidad de hacerle frente.
De aquel 27 de junio Fortuny recuerda: “Llegué a la Casa Presidencial como a las once de la mañana. Entré y saludé a Árbenz. Éste estaba ya con una cara diferente en la que se nota la preocupación. Me dijo: ‘En este momento están reunidos en la Embajada de los Estados Unidos todos los jefes con mando; ahí evidentemente van a tomar la determinación de dar un golpe militar’. Estas fueron más o menos sus palabras”.
Más tarde Árbenz lo llamó para confirmarle que los oficiales darían un golpe y para decirle que iba a renunciar. En los recuerdos de Fortuny, Árbenz dijo sobre Carlos Enrique Díaz: “yo lo sigo considerando como un hombre leal que va a mantener las conquistas de la Revolución; no va a ser lo mismo que cuando yo estaba al frente del gobierno, pero él va a impedir lo que aquí va a venir: masacres, represiones, matanzas”. Entonces le pidió que redactara su renuncia.
La prensa estadounidense
El 13 de junio de 1951 el Wilmington Morning Star, “el diario más antiguo de Carolina del Norte” según declaraba en su portada, indicó que “una prensa controlada es uno de los principales objetivos de los comunistas”, quienes, dijo, “no quieren que la verdad se conozca en ningún lugar donde ejercen o esperan ejercer influencia. Sólo lo que defienden, sólo sus mentiras, deben ser presentadas a los lectores de los periódicos. Cualquier cosa que vaya en contra de su ideología debe ser censurada”. Y señalaba que “el país que más recientemente ha sentido esta ola de propaganda comunista es Guatemala”.
El reportero se extendía contando que “la otra noche un comunista miembro del Congreso presentó un proyecto de ley al comité legislativo permanente que, si se aprueba, no sólo limitaría la libertad de expresión, sino que también violaría la Constitución. Fue propuesto por Víctor Manuel Gutiérrez, secretario del partido comunista local. Titulado ‘Defensa de la Paz’, la medida sigue la propaganda comunista por la paz que los rojos han estado promoviendo como parte de la línea del partido. La primera disposición del proyecto de ley declara que toda propaganda de guerra, ya sea oral o escrita, es una amenaza para la seguridad nacional y la paz mundial, ya que aumenta el peligro de una nueva guerra mundial. La segunda estipula que todos los violadores de esa disposición pueden ser juzgados por los tribunales por violación de la ley penal. Naturalmente, la prensa independiente de Guatemala está expresando su alarma, y con razón”.
En realidad, bastaba con leer a los columnistas de la época, que escribían desde Prensa Libre, La Hora o El Imparcial, para comprobar que tal amenaza era ficticia.
El 1 de marzo de 1952 el Toledo Blade, “uno de los grandes periódicos estadounidenses en una de las grandes ciudades estadounidenses”, publicó una columna de opinión de Víctor Riesel que comenzaba con media docena de aseveraciones, iniciadas cada una con un “Of course”: Que había “algo podrido en la república bananera de Guatemala”, que era una “cabeza de playa soviética plenamente establecida aquí en occidente”, que el Departamento de Estado había perdido “esa área estratégica ante los agentes soviéticos que se infiltraron en el país y ahora se sientan en la misma plataforma con su presidente y organizan manifestaciones de Moscú con la aprobación del gobierno de Guatemala”.
El columnista aseguraba que había “cientos de agentes soviéticos en Guatemala, trabajando a través del amargamente antiestadounidense movimiento laboral guatemalteco”, y denunció que durante el congreso de unificación celebrado en el Teatro Centroamérica, mil delegados obreros gritaron “larga vida al Partido Comunista”, “ningún soldado guatemalteco para la guerra imperialista”, “los trabajadores guatemaltecos demandan la paz inmediata y el armisticio en Corea” y “los trabajadores estamos contra la guerra atómica y contra el imperialismo estadounidense”.
“¿Quién escuchó esos gritos? ¿Quién se sentó en la plataforma? Nadie más que el presidente de Guatemala, Jacabo (sic) Arbenz, y los ministros de su gabinete. ¿Quién más? Solo Vicente Lombardo Toledano, jefe de Moscú en América Latina”. Lombardo Toledano –que más que jefe del comunismo latinoamericano era el dirigente del poco influyente Partido Comunista Mexicano– había estado en Guatemala en mayo anterior, donde presidió un acto junto al sindicalista francés Louis Saillant, señalaba el columnista estadounidense.
Riesel se quejó de que el 5 de enero de 1952 las autoridades prohibieron a los estudiantes realizar una manifestación anticomunista, mientras el subversivo movimiento de Partisanos de la Paz, controlado por Moscú, era libre de recorrer Guatemala junto a los derrochadores turistas estadounidenses. En junio se había realizado una gigantesca manifestación antiestadounidense de la pro comunista Alianza de la Juventud. ¿Por qué nadie prohibía los desfiles de los Partisanos?, se preguntaba.
¿Queríamos más evidencia de la colaboración de Guatemala con los soviéticos? Durante la conferencia de la Organización Internacional del Trabajo en Génova, Guatemala había votado junto a los países de detrás de la cortina de hierro para evitar el ingreso de Japón, y dijo que apoyaban a sus colegas polacos, que acusaban a los Estados Unidos de utilizar Japón como base militar para la agresión a Corea. Además, enormes carteles murales con el rostro de Iósif Stalin adornaban las concentraciones en la capital guatemalteca.
“No hemos contraatacado. Ni siquiera hemos intentado desalentar el turismo. Les hemos dejado tener su fiesta mientras nosotros hacemos la siesta”, finalizaba el periodista.
Víctor Riesel era, por decir lo menos, un estrecho colaborador de la CIA, como lo demuestran las afectuosas cartas que le enviaban sus principales autoridades. El grupo estudiantil al que el gobierno de Guatemala no dejaba realizar sus demostraciones, el Comité de Estudiantes Universitarios Anticomunistas (CEUA), era liderado entre otros por Mario Sandoval Alarcón y Lionel Sisniega Otero, quienes poco más tarde tendrían un papel destacado en la invasión estadounidense y a continuación dirigirían el ultraderechista Movimiento de Liberación Nacional, conocido como “el partido de la violencia organizada”.
El 5 de enero de 1953, el Lewiston Morning Tribune publicó un artículo titulado El comunismo a las puertas de Estados Unidos; rojos toman el poder en Guatemala, firmado por William L. Ryan, analista de noticias extranjeras de la agencia Associated Press, que comenzaba señalando:
“Hay un gran peligro al sur de nuestra frontera. Prácticamente en nuestro propio patio trasero, por así decirlo, hemos tenido desde hace algún tiempo lo que casi equivale a una pequeña ‘democracia popular’ comunista en formación”.
El señor Ryan denunciaba que la extrema izquierda tenía el control de la prensa oficial y de la radio. Aunque el partido comunista era pequeño numéricamente, controlaba puestos y organizaciones estratégicas, y ejercía influencia en alrededor de cien mil miembros de las centrales campesina y de trabajadores. Un declarado comunista, Víctor Manuel Gutiérrez, “un producto del entrenamiento soviético”, era el dirigente de la Confederación General de Trabajadores. Y aunque “en un país tan volátil, un intento de establecer abiertamente un Estado de tipo soviético probablemente provocaría un alboroto sangriento”, Guatemala se había convertido en una base de operaciones de la URSS.
El analista estadounidense cerraba diciendo: “El estalinismo es un cáncer que se propaga rápidamente”.
El 4 de febrero de 1954 el Youngstown Vindicator publicó una nota en la que se explicaba que Guatemala era una de las llamadas repúblicas bananeras, que tenía aproximadamente el tamaño de Tennessee y una población de 3,283,000 personas, de las que sólo un treinta por ciento sabía leer y escribir.
Los elementos que estaban convirtiendo a Guatemala en el principal obstáculo para la buena voluntad en el hemisferio occidental eran en primer lugar una organización partidaria disciplinada por Moscú y conocida como el Partido Guatemalteco del Trabajo; la propaganda anticapitalista y antiestadounidense; la expropiación de las propiedades de los ‘imperialistas capitalistas del norte’; un programa de reforma agraria en el patrón clásico; arrestos secretos; una campaña para controlar a la prensa y la radio y la expulsión de corresponsales considerados indeseables por el gobierno.
El 8 de marzo de 1954 el Ludington Daily News publicó una columna titulada “La tragedia de Guatemala”, en la que explicaba que la gente y su gobierno habían sido demasiado blandos con los comunistas, y ahora habían tomado el control. Guatemala de hecho era, como había dicho un congresista, una amenaza para la seguridad en este hemisferio.
¿Y qué estaban haciendo los comunistas? Estaban expropiando propiedades de Estados Unidos. Árbenz había rechazado la apelación de la United Fruit Company contra el plan del gobierno de confiscarle 70,400 hectáreas de sus tierras bananeras, y la propiedad sería redistribuida entre los agraristas.
No era difícil predecir el resultado. El floreciente negocio de los bananos, que traía millones a Guatemala porque en Estados Unidos a la gente le gustan los bananos, languidecería o desaparecería. La gente estaría peor y Guatemala también. Se repetía la historia de lo sucedido en Tabasco, México, veinte años antes, cuando el campo había disfrutado de una prosperidad única, pero durante el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas la tierra fue expropiada y entregada a los agraristas. Cuando la Standard Fruit eliminó el puerto de Tabasco como una de las paradas para sus barcos, la tierra volvió a ser un desierto y la gente murió de hambre.
En Guatemala, bajo las operaciones de la United Fruit hubo un aumento gradual en los estándares de vida a lo largo de los años. La United también poseía los barcos que llevaban la fruta a Estados Unidos. “No hace falta señalar que en el futuro transportarán menos bananos, el bienestar del pueblo guatemalteco disminuirá, y el comunismo habrá logrado otra victoria”, vaticinaba el Ludington Daily News.
La Reforma Agraria
Jacobo Árbenz asumió la presidencia el 15 de marzo de 1951, luego de ganar las elecciones de noviembre de 1950 con el 65,44 por ciento de los votos. Tenía entonces 37 años. Al año siguiente, en mayo de 1952, el presidente Árbenz sorprendió al Congreso de la República presentándole un proyecto de Ley de Reforma Agraria completamente terminado, que el 17 de junio siguiente se aprobó como Decreto 900. Piero Gleijeses señala en su libro que “después de años de discusiones estériles, el país tenía una ley de reforma agraria abarcadora, gracias a Jacobo Árbenz y al PGT. Si una revolución empezó en Guatemala, no fue el 20 de octubre de 1944, sino e1 17 de junio de 1952”.

El 21 de junio Árbenz difundió un mensaje radiofónico explicando que la Ley de Reforma Agraria era el instrumento por el que se podría “iniciar el camino de una transformación profunda en la vida económica, política y social de Guatemala, hacia una época de progreso y mayor bienestar para un número mayor de la población”. Pero, advertía, “todos sabemos que ningún paso en beneficio del progreso y de la civilización de los pueblos se ha dado sin lucha y sin oposición”, lo que explicaba que el proyecto de su gobierno encontrara “la tenaz resistencia” de algunos sectores que se verían afectados.
“Es posible que en los discursos de la campaña presidencial no se haya querido ver más que discursos. Pero eso fue lamentable equivocación de quienes están acostumbrados a que los gobernantes, una vez en el poder, no cumplan sus promesas o que gobiernan en contra de los intereses del pueblo. Nuestros discursos no fueron una manera de ganar votos o hablar por hablar. Nuestros discursos interpretaban un programa y a esa sinceridad nos atuvimos, nos atenemos y nos atendremos en el futuro”.
Eran los sectores afectados quienes encontraban “extremistas” las medidas propuestas “para distribuir mejor la tierra y acabar con tanto vestigio del pasado, como la servidumbre en el campo”, manifestada “en el atraso, la miseria, la ignorancia, el analfabetismo y las enfermedades que hacen presa fácil de la población campesina destruida”. La herencia feudal se revelaba “con claridad en el bajo poder adquisitivo de las grandes masas de población, obligadas a vivir dentro de una economía familiar que es característica de la época medieval”.

Complacer a terratenientes y campesinos era “socialmente imposible”. “Si se complace a los que poseen la tierra de manera desmedida quedan descontentos los campesinos y trabajadores agrícolas, que son la inmensa mayoría de la población y si, como ocurre con el Decreto número 900, se satisfacen las necesidades de los campesinos y trabajadores, queda descontenta la minoría que acapara la tierra. No hay solución intermedia”.
En el texto de la ley puede leerse que, considerando “que uno de los objetivos fundamentales de la Revolución de Octubre” era “la necesidad de realizar un cambio sustancial en las relaciones de producción y en las formas de explotación de la tierra, como una medida para superar el atraso económico de Guatemala y mejorar sensiblemente el nivel de vida de las grandes masas de la población”, y “que la concentración de la tierra en pocas manos, no sólo desvirtúa la función social de la propiedad, sino que produce una considerable desproporción entre los muchos campesinos que no la poseen, no obstante su capacidad para hacerla producir, y unos pocos terratenientes que la poseen en cantidades desmedidas, sin cultivarla en toda su extensión o en proporción que justifique su tenencia”, el Decreto 900 tenía “por objeto liquidar la propiedad feudal en el campo y las relaciones de producción que la originan para desarrollar la forma de explotación y métodos capitalistas de producción en la agricultura y preparar el camino para la industrialización de Guatemala”. Al mismo tiempo quedaban “abolidas todas las formas de servidumbre y esclavitud, y por consiguiente, prohibidas las prestaciones personales gratuitas de los campesinos, mozos colonos y trabajadores agrícolas, el pago en trabajo del arrendamiento de la tierra y los repartimientos de indígenas, cualquiera que sea la forma en que subsistan”.
Los cinco objetivos esenciales que la reforma agraria debía realizar eran desarrollar la economía capitalista campesina y la economía capitalista de la agricultura en general, dotar de tierra a los campesinos, mozos colonos y trabajadores agrícolas que no la poseyeran o poseyeran muy poca, facilitar la inversión de nuevos capitales en la agricultura, introducir nuevas formas de cultivo, dotando a los campesinos con menos recursos de ganado de trabajo, fertilizantes, semillas y asistencia técnica, e incrementar el crédito agrícola para todos los campesinos y agricultores capitalistas en general.
El 13 de diciembre de 1953 La Nación de Costa Rica publicó una noticia llegada desde Comitán, Chiapas, México, informando que “personas dignas de todo crédito, recién llegadas de la vecina República de Guatemala, nos dicen que está aplicándose allá la ley agraria expedida por el Presidente Árbenz y que ya se han fraccionado y repartido entre los campesinos en los departamentos de Retalhuleu, Mazatenango y Cuajiniltepec, tierras cultivadas que anteriormente pertenecían a la United Fruit y Guatemala Banana and Coffee Co. Se entregaron a los labriegos guatemaltecos sus títulos de propiedad en una ceremonia presidida por el Ejecutivo guatemalteco, con asistencia de sus principales colaboradores y del secretario general de la Confederación de Trabajadores de Guatemala. A la ceremonia también asistió el embajador ruso, quien dijo en su discurso que los demás países de América deberían seguir el ejemplo que les está dando Guatemala de liberarse del imperialismo capitalista”. En Guatemala desde luego no había “embajador ruso”. Tampoco existe ningún lugar llamado Cuajiniltepec, ni existió una compañía Guatemala Banana and Coffee.
Se calcula que durante el periodo en el que se aplicó la Reforma Agraria, hasta la intervención estadounidense, fueron beneficiadas al menos entre 85,000 y 100,000 familias, o alrededor de 700,000 personas.
Alfonso Bauer Paiz señaló en su libro de memorias, publicado en 1996, que “cuando la reforma agraria comenzó a aplicarse, el gobierno le expropió a la UFCO todas las tierras que no estaban cultivadas”. En ese entonces, “los principales accionistas de la UFCO eran altos funcionarios del gobierno de Estados Unidos. John Foster Dulles, entonces jefe del Departamento de Estado de Estados Unidos, era uno de los principales abogados del bufete Sullivan and Cromwell, que representaba a la UFCO. El hermano de Foster Dulles, Allan, era accionista de la compañía y era nada menos que el jefe de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en Estados Unidos. Los senadores Cabot Lodge, Mc Cormick y otros tantos también eran accionistas, de manera que fue un puñado de funcionarios de la administración de Eisenhower, con intereses propios, quienes armaron la agresión”.
La actitud de Washington era la “de no permitir que ningún movimiento progresista constitucional afectara a sus empresas en el extranjero”. Las constituciones de entonces usualmente establecían que sólo podían realizarse expropiaciones “por motivos de interés colectivo o de utilidad pública, y siempre mediante el pago de una indemnización”.
Pero Estados Unidos consideraba que las indemnizaciones debían ser “con pago previo, justo y en efectivo”. Países pequeños como Guatemala, “que en un momento dado se decidían a rescatar para su economía, bienes y empresas formadas con la explotación inmisericorde de sus pueblos, no podían pagar el valor justo previamente y en efectivo”.
Además, para Guatemala el precio justo era el valor de la declaración fiscal, que el gobierno había establecido como parámetro. “Sin embargo, los terratenientes y particularmente la UFCO decían que eso no era justo, porque la verdad era que nadie declaraba sus propiedades en su valor, con el objetivo de evadir el pago de impuestos”. Así que Estados Unidos pensó acusarla ante el Tribunal Internacional de Justicia, dominado por ellos mismos, pero finalmente se decidió por el derrocamiento de Árbenz, narró Bauer Paiz.
Jacobo el rojo
El 5 de junio de 1954 los militares le enviaron a Árbenz un “pliego de consultas de la oficialidad del Estado Mayor del Ejército”, en el que antes que nada le hacían saber que “cualquiera que sea la línea de su política y cualesquiera que sean los propósitos de la actividad gubernativa que él dirige como Jefe del Ejecutivo, la apoyan y respaldan, íntegramente y sin reservas de ninguna clase”.
La primera de las veinte preguntas del extraño cuestionario era si existía “alguna evidencia de que la política nacional e internacional no rendiría satisfactoriamente los fines que se propone, sin necesidad del partido comunista”. Según los oficiales, el gobierno utilizaba a ese partido para sus fines, ¿pero había “alguna seguridad de que en un momento dado puede el gobierno nulificarlo o apartarlo, sin que ello traiga consigo un desastre?”.
Preguntaban también si “no sería posible que los comunistas guatemaltecos, y especialmente los extranjeros residentes, se dedicaran íntegramente a las cosas internas de su partido, y que por lo mismo se les apartase de los puestos y posiciones en donde hacen campaña de disociación entre la ciudadanía, a la vez que difaman e insultan a gobiernos extranjeros”. Los militares querían saber si no sería posible la salida de los comunistas de la Secretaría General de la Presidencia, del Magisterio Nacional, de la prensa oficial, de la Radiodifusora Nacional, de los puestos de la administración pública y de las confederaciones campesina y de trabajadores.
Consideraban también que debía desautorizarse a líderes como el dirigente campesino Leonardo Castillo Flores, que alarmaban a la población bajo el real o supuesto pretexto de maniobras reaccionarias.
Denunciaron que pese a su pequeñez numérica el partido comunista controlaba, gracias a su férrea disciplina, a las masas campesinas y trabajadoras. Esto incluía a quienes no eran comunistas, y que debían obedecer las órdenes dictadas por los líderes “bajo pena (comprobada) de muerte” o en el mejor de los casos golpizas, encarcelamiento o confiscación de sus propiedades. ¿Por qué esos abusos no estaban prohibidos?
Junto a varias interrogantes más, los militares finalizaban preguntando que por qué no se prohibía la organización campesina liderada por Leonardo Castillo Flores, a la que consideraban como el primer paso para la organización del ejército popular.
Árbenz respondió que si se seguía consecuentemente la política nacional e internacional que habían seguido hasta entonces, indudablemente tendrían el apoyo del PGT, y que ni el gobierno utilizaba como instrumento al PGT, ni estaba planteado su retiro o anulación. “El desastre dependería de efectuar un cambio de política contrario a los intereses populares”.
Dijo que había muy pocos comunistas en dependencias oficiales, y que se dedicaban exclusivamente a su trabajo. En la Secretaría General de la Presidencia no había ninguno; en el magisterio podía haber “todos los que sean”, pues “ni el escalafón ni la libertad de docencia permiten discriminar por eso”; en el Diario de Centroamérica no sabía qué había y en la Radio Nacional era un hecho conocido que su director –Carlos Alvarado Jerez– era comunista, “pero es interesante que ha cuidado mucho que la Radio no sea un medio de provocación”; en el Departamento Agrario Nacional había “varios comunistas, pero son precisamente los más eficaces y que no se venden a los terratenientes”; y “en cuanto a las organizaciones de trabajadores y campesinos, el gobierno no tiene nada que ver, de no ser que actuara como las tiranías y regímenes fascistas (Batista, Perón, etc.)”.
Árbenz respondió a los militares que a esas alturas era muy peligroso considerar un “pretexto supuesto de maniobras reaccionarias” a la “conspiración traidora dirigida desde el extranjero”, y que “ojalá que el pueblo ayudara más todavía a seguirla descubriendo, pues nuestros propios órganos de seguridad no están a la altura”.

Sobre las ejecuciones, golpizas, encarcelamientos y confiscación de bienes a que eran sometidos quienes se oponían a cumplir las órdenes de los comunistas, Árbenz contestó que era la primera vez que sabía “que a esos medios recurren los señores del PGT, pero las grandes demostraciones (1º. de Mayo, etc.) dan la impresión que dirigentes como Gutiérrez son muy queridos y la influencia de los comunistas depende de su actividad y su entrega a guiar a trabajadores y campesinos”.
A la pregunta final respondió que no se estaba formando ningún ejército popular, aunque era cierto que los trabajadores y campesinos, que conocían bien lo que defendían, estaban dispuestos a todo. Pero el ejército podía estar seguro de que manteniendo una posición clara y firme contaría con la simpatía del pueblo y no tenía razón para temerle. Ya en dos ocasiones elementos populares habían tomado las armas y, como se recordaba, posteriormente las habían devuelto para que el ejército continuara cumpliendo con su función constitucional. La Agencia Central de Inteligencia (CIA) aún conserva una copia del cuestionario y sus respuestas.
Alejado de la opinión tradicional, que indica que el supuesto comunismo de Árbenz fue sólo una excusa malintencionada de los estadounidenses para derrocarlo, pero que tal acusación carecía de sustento, Gleijeses señala en su libro:
“Fueron la preparación y la promulgación del proyecto de ley de reforma agraria lo que puso definitivamente a Árbenz del lado de los comunistas. A finales de 1952, Árbenz había elegido la posición de la que no se desviaría. Su amigo político más próximo era el PGT y sus amigos personales más íntimos eran sus líderes”.
Por entonces Árbenz leía sobre la revolución rusa, la historia de la URSS y su papel en la Segunda Guerra Mundial. “Todo esto fue moldeando su manera de ver el mundo”, le dijo Fortuny a Gleijeses. Durante los primeros años del gobierno de Arévalo, su esposa María Vilanova llevó a casa un ejemplar del Manifiesto comunista que había recibido en un congreso de mujeres, el cual leyeron y comentaron. Árbenz se interesaba por la historia, la economía y la filosofía. “En 1952, ‘a través de todas esas lecturas’, añade su esposa, ‘Jacobo ya estaba convencido de que el triunfo del comunismo a escala mundial era inevitable y deseable. La historia marchaba hacia el comunismo. El capitalismo estaba condenado’”.

Árbenz no ingresó al PGT sino hasta 1957, pues de haberlo hecho cuando era presidente podían haberse generado conflictos innecesarios al tener que someterse a la disciplina partidaria. “Pero en los dos últimos años de su administración se consideraba comunista y, con sus pocos confidentes, hablaba como un comunista. Los líderes del PGT formaban su ‘gabinete privado’ y con ellos tomó sus decisiones más importantes; el único desacuerdo serio entre el presidente y el partido ocurrió en los dos últimos días de su presidencia y estaba relacionado con su posible renuncia. Tal vez Árbenz no debería ser formalmente llamado comunista; sin embargo, simpatizante no expresa la intensidad de su compromiso”, escribió Piero Gleijeses.
Pero ni Árbenz ni el PGT pensaban que Guatemala podía en un futuro cercano convertirse en un Estado socialista. Según sus análisis, en línea con el pensamiento comunista de la época, Guatemala era un país semifeudal que debía primero pasar por una etapa capitalista en la que se crearían las condiciones para el socialismo. Ese era el objetivo de la reforma agraria: conducir gradualmente a la industrialización y al crecimiento del proletariado, explica Gleijeses, a quien Alfredo Guerra Borges, miembro del Comité Central del PGT, le contó que el partido “apoyaba entusiastamente la tesis de que Guatemala debía pasar primero por una etapa capitalista. Cuando planteábamos esto no estábamos tratando de engañar a nadie. Estábamos convencidos de ello”.
Según Gleijeses, “Árbenz, su esposa y los líderes del PGT estaban convencidos de que el mundo entero se convertiría con el tiempo en una comunidad socialista”. María Vilanova le dijo: “Pensábamos que el comunismo era inevitable”. y que incluso era posible que llegara a Guatemala antes que a Estados Unidos. “No sabían cuánto tiempo tomaría. En las pocas ocasiones en que tocaron el tema, el tiempo que esto demoraría –muchos años, algunas décadas– variaba según el optimismo del momento. Algún día, aseguraban, Guatemala sería marxista-leninista, pero, mientras tanto, era mucho más importante dedicar su energía a las tareas inmediatas que entregarse a la especulación ociosa. De las tareas inmediatas, ninguna era más apremiante que la reforma agraria”.
Esto no quiere decir que las acusaciones de los estadounidenses sobre cientos de agentes soviéticos, las movilizaciones controladas por Moscú, la cabeza de playa soviética y la amenaza al hemisferio tuvieran algún sentido. De acuerdo a Piero Gleijeses, la única ocasión en que los gobiernos de Guatemala y la URSS tuvieron algún acercamiento fue a finales de octubre de 1953, cuando el agregado comercial de aquel país en México, Mijail Samoilov, visitó Guatemala, convirtiéndose en el primer funcionario soviético en hacerlo. Reunido con Árbenz y Fortuny, les expresó el deseo de la URSS de comprar bananos en grandes cantidades –más de lo que Guatemala producía– a cambio de maquinaria agrícola. Pero Guatemala no tenía barcos, pues las naves que transportaban los bananos eran propiedad de la UFCO. Le ofrecieron café, pero la Unión Soviética ya tenía muchos contratos de café. Y eso fue todo.
El exilio
La represión sangrienta que Árbenz buscaba evitar con su retirada igual ocurrió. El régimen castilloarmista encarceló a miles de personas bajo la acusación de ser comunistas, un número indeterminado de personas fueron asesinadas y se cometieron atrocidades como la masacre de Jocotén, en Tiquisate, Escuintla, donde en julio de 1954 los liberacionistas masacraron a una cantidad indeterminada de personas, calculada por los sobrevivientes en varios centenares, que fueron enterradas en zanjas realizadas con maquinaria pesada. Se creó el Comité de Defensa contra el Comunismo, que en la práctica era una policía política, y la Agencia Central de Inteligencia, junto a sus cómplices guatemaltecos, elaboró listas de personas a las que planeaba asesinar. Entre ellas Árbenz, Fortuny y Víctor Manuel Gutiérrez.
Ante ese escenario resultaba razonable que la gente perseguida decidiera asilarse. Las embajadas de Argentina, México y otras se llenaron de antiguos miembros y simpatizantes del derrocado gobierno.
La familia Árbenz salió de la embajada mexicana a las 22 horas del 11 de septiembre de 1954, luego de que finalmente Castillo Armas le concediera un salvoconducto. En México el recibimiento no fue amistoso. En diciembre de ese año Árbenz solicitó que le permitieran ir por unas semanas a Europa. Le dijeron que sí, pero ya no le permitieron regresar. Vivió en Praga, Moscú y Paris y en 1957 fue admitido por Uruguay –país que al mismo tiempo ejerció sobre él una implacable vigilancia dirigida por la CIA, como ha documentado ampliamente el historiador Roberto García Ferreira–. En 1960 se trasladó a La Habana, donde vivió hasta 1965. De ahí regresó a París y finalmente en 1970 le permitieron volver a México. A un periodista le dijo que su deseo era vivir los últimos momentos de su vida cerca de Guatemala, recogió en su libro Piero Gleijeses.

Jacobo Árbenz murió el 27 de enero de 1971. Vivía en un barrio de clase media del área metropolitana, en medio de una zona industrial al oeste del Distrito Federal: Ciudad Satélite, en el municipio de Naucalpan, Estado de México. Los diarios reportaron que “fue hallado ahogado hoy en su bañera, cubierto por agua hirviendo”. Su cuerpo “estaba ‘horriblemente quemado por el agua caliente’, de acuerdo con el fiscal del suburbio de Naucalpan, Gustavo Aburto”, informó el diario colombiano El Tiempo. Tenía 57 años.
El Partido Guatemalteco del Trabajo le dedicó unas líneas, publicadas en el número 10 de enero y febrero de 1971 del Correo de Guatemala, que tituló: Inmortalidad de Árbenz, a quien describió como “el soldado excepcional que supo identificarse con las aspiraciones inmediatas del pueblo de Guatemala, de los trabajadores y de los campesinos sin tierra”, y que, como “un hombre de su época, se compenetró de la lucha revolucionaria vigente en 1944/54 y tomó conciencia de la urgente necesidad de transformar de raíz las anquilosadas formas semifeudales de producción, en una economía moderna, menos injusta para los obreros y campesinos y liberada de la explotación imperialista”.
Según el Correo de Guatemala, la política de Jacobo Árbenz “era burguesa pero firmemente progresista”, y “claramente revolucionaria por darse dentro de los marcos casi feudales de un país dependiente”. El gobierno estadounidense, con “insolente prepotencia (…) no la toleró; armó una conjura ultraderechista y mercenaria y precipitó, mediante el soborno y la amenaza, la traición de altos y ambiciosos jefes del ejército que se sumaron a la cohorte sanguinaria de Castillo Armas y Peurifoy”, el entonces embajador estadounidense en Guatemala.
“Cuando Árbenz alzaba su voz de denuncia y encendía las esperanzas de un pueblo hambriento y semidesnudo, de los campesinos desposeídos de tierra y de los obreros mal alimentados y peor pagados, era valentía inverosímil en nuestra América plantear un desarrollo económico independiente, a base de recursos y en beneficio del pueblo”.

Al haber emprendido “una reforma agraria, sentar las bases de la industrialización y la independencia económica del país, mantener un régimen democrático hasta el último momento y respetar el desarrollo del movimiento sindical y campesino y defender la soberanía nacional, con todo eso emprendido en una semicolonia, su figura se agiganta y entra a la inmortalidad, entre los héroes de Guatemala”.