San Romero: 45 años de su martirio

COMPARTE

Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Héctor Silva Ávalos

Es el salvadoreño más universal. El significado de su vida y el de su muerte, trascienden por mucho los confines de la Iglesia católica en la que fue sacerdote y arzobispo de San Salvador en los años más duros de nuestro conflicto interno. Su mensaje trasciende a una religión y es ahora, me atrevo a decir, uno de los pocos con la fuerza y honestidad suficientes para darnos esperanza en tiempos tan aciagos como este en el que en El Salvador vuelve a haber desaparecidos, presos políticos y en el que se percibe al odio como única brújula del poder político dominante.

A Óscar Arnulfo Romero Galdámez lo mató el 24 de marzo de 1980 la bala que disparó un francotirador contratado por la derecha salvadoreña más recalcitrante. El obispo católico, nacido en Ciudad Barrios, San Miguel, en 1917, se había convertido en un disidente demasiado molesto: sus mensajes de reclamo al régimen militar de entonces y a la oligarquía que lo sostenía eran demasiado poderosos; miles de personas los escuchaban cada domingo.

Monseñor Romero, monseñor como le llamamos la inmensa mayoría de salvadoreños, no era, en principio, un teólogo, era un pastor, un líder que emitía un mensaje de reconciliación y justicia. Leer sus palabras, aun 45 años después de su asesinato, sigue siendo impactante.

“Toda la solución que queramos dar a una mejor distribución de la tierra, a una mejor administración de dinero en El Salvador, a una organización política acomodada al bien común de los salvadoreños, tendrá que buscarse siempre en el conjunto de la liberación definitiva”, dijo en su homilía del 23 de marzo de 1980, la penúltima antes de su asesinato.

Palabras revolucionarias que abogaban por la justicia social en un país que entraba en una guerra parida por las injusticias. Palabras incómodas para el poder.

En aquella homilía, como lo venía haciendo desde hacía meses, monseñor Romero denunció las decenas de muertes y desapariciones atribuidas al ejército salvadoreño. Lo hizo frente a su feligresía y a varios representantes políticos y eclesiásticos estadounidenses que habían acudido a la misa ese día. El arzobispo era la única voz que, entonces, denunciaba ese horror.|

En esa homilía, Romero habló de Agustín Sánchez, un campesino a quien el ejército había torturado y dado por muerto:

“Algo muy horroroso… fue localizado con vida… Había sido capturado por soldados en Zacatecoluca que lo entregaron a la Policía de Hacienda… Ha afirmado el campesino Sánchez… que lo mantuvieron durante cuatro días torturándolo sin comida ni agua, con azotes constantes, asfixias… junto con otros dos compañeros les dieron balazos en la cabeza, con la suerte de que el balazo solo le destrozó el pómulo derecho y el ojo. Moribundo en la madrugada, unos campesinos le dieron ayuda hasta que una persona de confianza lo trasladó a la capital. Este horrendo testimonio no lo pudo firmar el campesino porque tenía desechas las manos. Personas de reconocida honorabilidad presenciaron este horrible cuadro y hay documentos fotográficos que revelan el estado en que recogieron a este pobre campesino”, relató Monseñor.

Unos minutos después, Romero lanzó un mensaje que es ya histórico por su contundencia y por el coraje que implicó hacerlo en aquellas circunstancias de persecución. Monseñor sabía -así lo había dicho en alocuciones anteriores y a personas cercanas- que ponía su vida en riesgo, en un riesgo palpable, al decir lo que decía, al decírselo de frente al poder que reprimía a campesinos como Agustín Sánchez. Antes de culminar su homilía del 23 de marzo de 1980, Monseñor se dirigió a los uniformados.

“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles: Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: No matar… Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia… Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con sangre… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, le suplico, les ruego, les pido en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”, imploró.

Un día después, en la pequeña capilla de un hospital para enfermos de cáncer, monseñor Romero pronunció una misa para conmemorar el primer aniversario de la muerte de una feligresa. Cuando terminaba su homilía, justo después de pedir una oración por la fallecida, el francotirador disparó.

El mensaje de Romero fue luego vilipendiado por el sector más retrógrada del clero católico latinoamericano y por gobiernos salvadoreños vinculados a los asesinos del arzobispo, quienes se empeñaban en disminuir la influencia de su mensaje. Esos voceros del odio a Romero, aupados por el conservadurismo de Juan Pablo II y Benedicto XVI, estancaron la canonización de monseñor en el Vaticano hasta que llegó el papado de Francisco, jesuita y argentino.

Cuando el proceso de santificación se desentrampó, la iglesia inició un minucioso proceso de estudio de toda la obra pastoral de Romero, sus encíclicas, sus cartas, sus homilías, y determinó que todo estaba basado en las enseñanzas de la fe católica, y que su mensaje religioso había puesto a los más pobres y necesitados en el centro.

A lo largo de los años, es cierto, las izquierdas y derechas salvadoreñas, incluso el presidente actual -un hombre que nació en la política partidaria de izquierda y se reconvirtió en un populista de derecha con tendencias autoritarias- han hecho usos políticos obscenos de Romero, de su figura y su mensaje. Pero la esencia popular del obispo, alejada del poder de turno y más cercana a los salvadoreños y salvadoreñas más vulnerables, ha sobrevivido a esos intentos mezquinos.

En 2015, cuando ya el proceso de canonización avanzaba a velocidad crucero en el Vaticano, tuve la oportunidad de entrevistar a Vincenzo Paglia, el obispo que fue el postulador de la causa de Monseñor Romero, y a Giovanni Impagliazzo, un laico que dirigía la comunidad San Egidio, organización religiosa que impulsó el proceso del salvadoreño.

Impagliazzo y Paglia me contaron de sus primeras visitas a la Catedral de San Salvador, en los 90, y de lo mucho que le impresionaron las filas de gentes que se juntaban en la cripta donde están los restos de Romero. La mayoría de los visitantes eran como Agustín Sánchez, el campesino torturado en los 80: gentes del pueblo, olvidadas por el poder.

He visto una devoción similar en los migrantes salvadoreños que pueblan los suburbios de Washington, quienes siguen adornando los templos católicos a los que asisten con la efigie o el retrato de monseñor Romero, desde octubre de 2018 santo de esa iglesia. Son, buena parte, migrantes indocumentados que hoy viven en la deriva creada por el sátrapa que gobierna las Estados Unidos.

Han pasado 45 años desde aquella bala que lo mató, pero sus palabras han quedado para seguir hablando de justicia, de paz, de dignidad en tiempos en que, como los que él vivió, esos son bienes que escasean. Palabras como estas:

“Una iglesia que por sus medios de comunicación quiere promover la dimensión histórica tiene que encontrar choques en la historia. No basta la dimensión trascendente; que eso es muy bonito, escribir de lo trascendente. Lo histórico y lo trascendente en equilibrio… (dicho el 9 de septiembre de 1979)”.

“Debe quedar bien claro que si lo que se quiere es colaborar con una pseudopaz, basados en la represión y el miedo, debemos recordar que el único orden y la única paz que dios quiere es la que se basa en la verdad y la justicia… (dicho el uno de julio de 1979)”.

“Unos intereses económicos a los cuales lamentablemente la iglesia sirvió. Y fue pecado de la iglesia, engañando y no diciendo la verdad cuando había que decirla… (dicho el 31 de diciembre de 1978)”.

Palabras revolucionarias por donde se las lea.

COMPARTE